El educador de ayer y de hoy: la tiza, la pizarra y el delete, en el tiempo

CODIGO32-SIPRED

Por Rey Arturo Taveras

Hubo una vez, no hace tanto, un hombre con alma de libro abierto y corazón de tiza, tan dura como la roca y tan blanca como su alma de amor. Le decían maestro, no por decreto ni diploma, sino por respeto.

 El maestro enseñaba con la palabra y el ejemplo, con una tiza en la mano y el polvo blanco de la vocación cubriéndose los dedos. Limpiaba la pizarra con un borrador viejo o con un trapo. Su aula era cualquier lugar: una escuela de madera, una casa prestada, un rancho viejo o la sombra de un árbol donde el viento soplaba la enseñanza. Educaba, tanto en la escuela como en las calles, porque era el ejemplo de la comunidad,

Madrugaba, se pelaba los ojos estudiando a diario y llegaba al centro educativo a pie, en burro, en bicicleta y, algunos en motocicleta. Andaba a la intemperie, bajo sol o lluvias. Atravesaba ríos crecidos y caminos de fango con la determinación de quien sabía que en su moral llevaba el porvenir de sus alumnos y el de un pueblo. 

La mayoría de los maestros no tenían casa propia, ni vehículo, ni cuentas bancarias, ni créditos cooperativos,   mucho menos  seguro médico ni de vida. Archivaba datos en su memoria y googleaba en sus pensamientos  para aplicarlos al alumno.

Su salario era tan pírrico como  un suspiro del Estado, pero en sus alumnos, en los padres y en la sociedad encontraba la recompensa: los ojos encendidos de los estudiantes con vocación  ávidas de aprender, el agradecimiento moral y el respeto que se ganaba.

Aquel maestro enseñaba todas las materias: Historia, aritmética, naturales, geometría, geografía, gramática, sobre todo moral y cívica  y respeto por los demás, la naturaleza y los animales.  Leía en voz alta la patria y escribía en el alma del niño la palabra honor.

Si un alumno se desviaba, le faltaba el respeto o cometía un acto de indisciplina, bastaba una mirada o el sonido de la regla sobre el pupitre para enderezar el camino, el castigo severo delante de los compañeros, el que se repetía en la casa cuando los padres o tutores se enteraban. 

La disciplina era su credo, y la moral, su bandera. En aquellos tiempos, los padres y los maestros eran aliados en una misma cruzada mancomunada: formar hombres y mujeres de bien.

En los años duros del doctor Balaguer, muchos de esos maestros abandonaron las aulas agobiados por la desesperanza y emprendieron la travesía del mar en yola, buscando en las olas la promesa del sueño americano. Algunos no llegaron a sus destinos y sus nombres quedaron flotando entre las aguas del Canal de la Mona, junto a sus cuadernos invisibles y sus sueños de tiza.

Hoy, el aula es otra.

En la actualidad el maestro se llama profesor y su voz se mezcla con el sonido del amplificador, el zumbido de los ventiladores del aula y el resplandor de las pantallas. Ya no enseña solo con palabras, sino con enlaces en internet, videos y plataformas digitales. La tiza se volvió píxel; el pizarrón, pantalla interactiva.

El educador de ahora tiene salario digno, casas modestas, vehículos propios, seguros médicos, créditos, incentivos y el respeto de los bancos que les ofrecen préstamos basados en su salario. Pero carga sobre los hombros otra pobreza: el desinterés estudiantil en aprender, el irrespeto social hacia su persona y la falta de apoyo de los padres y la sociedad.

Los estudiantes de hoy aprenden con el dedo sobre la pantalla del celular inteligente o de la tecla de su computadora, pero olvidan con la prisa, no retienen y se distraen. Investigan en internet, pero ya no preguntan al cielo ni al maestro definiciones y conceptos. El conocimiento está a un clic, pero la sabiduría sigue escondida detrás del esfuerzo que cuesta hacerlo y que las tecnologías borran.

El mundo  ha cambiado, sí. Pero en el eco de cada aula hace falta  el paso firme de aquel maestro antiguo con libertad de corregir y decidir sobre el comportamiento del estudiante sin ser enfrentado sin compasión por las reglas pedagógicas o por la ira de los padres y tutores. 

Hace falta ese maestro que viajaba por montes y caminos con la dignidad como equipaje y la vocación como estandarte.

Quizá la educación dominicana necesite reconciliar esos dos rostros del tiempo: el maestro de ayer, consagrado al servicio, respetado y con autonomía y el profesor de hoy, formado y conectado al mundo tecnológico, para que juntos despierten una nueva vocación: la del educador que enseña con el corazón y no solo con el cursor del mouse. Sobre todo con el apoyo del Estado y de una sociedad que no se revoluciona sin la propagación del aprendizaje que transmite el educador.

Ser maestro ayer, hoy y siempre, no es un oficio: es un acto de fe en el futuro, una forma de sembrar eternidad en la mente de los humanos para seguir transformando el planeta.

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