Los tiempos de Chichí Espinal en el concho de Tamboril
(Relato costumbrista y de nostalgia: Datos Pedro López y Oscar Peña Abreu)
Por Rey Arturo Taveras
Hubo un tiempo, cuando ser chofer de carro público, más que un oficio, era un privilegio, en que las carreteras parecían ríos de polvo y esperanza. Era finales del siglo XX, cuando los motores aún llevaban en el pecho el ronroneo romántico de las viejas “máquinas” y los pasajeros viajaban con la ilusión de quien se asoma al mundo por primera vez: Ir a la ciudad en una máquina era un honor.
En esos días, Chichí Espinal reinaba tras el volante, como un capitán sobre el asfalto o la tierra polvorienta. Primero dominó la ruta de Tamboril Santiago y después de Canca La Piedra a Santiago, y más tarde, ya cansado con el peso de los años encima y la mirada curtida por el sol, se convirtió en conductor de su propio “Jeep”, llevando personas y sueños desde Tamboril y Canca la Piedra a las comunidades en los campos y viceversas.
En su postrimería de chofer del concho, las montañas eran su territorio. Las ruedas de su jeep conocían cada curva como un viejo campesino conoce los surcos de su conuco.
Las rutas trepaban hacia Carlos Díaz, Los Amaceyes, Los Cacaos, y Guazumal Arriba con el conductor tocando bocina frente a las casas, recogiendo madrugadores que aguardaban con cantinas en las manos para subir a la loma a coger café y otros que esperaban en las montañas con bultos en manos para bajar a la ciudad
En los tiempos de Chichí, los carros eran tan escasos que la gente los miraba con respeto y un poco de miedo, llamándolos “máquinas” como si fueran criaturas vivas.
Montarse en un carro era un lujo que podía marear al cuerpo y al alma, por lo que muchos pasajeros miraban fijo hacia afuera del vehículo y, al sentir el vaivén del movimiento, terminaban con la cabeza asomada por la ventanilla, dejando en el camino su almuerzo, arrojados por la boca que los ingirió y los mastico, convertidos en vergüenza que volaban en el viento y se confundía con el polvo amarillento del camino.
Era común escuchar las carcajadas de los choferes al ver cómo los pasajeros sentían que los árboles, los postes y las casas parecían correr en dirección contraria, engañando a los ojos de los pasajeros que, entre asombro y susto, creían que el mundo entero se movía menos ellos.
Cuenta Pedro López, porque así le narraba su padre,
que una mañana, en la ruta de Canca a Santiago, un hombre se subió con Chichí y
le dijo, ajustándose el sombrero:
-Chichí, voy pal pueblo a hacei una diligencia.
El motor rugió, y la “máquina” comenzó su danza
sobre el polvo. Pero cuando ya divisaban Pontezuela, el hombre, sobresaltado,
se llevó las manos a la cabeza y exclamó:
-¡Anda el diablo, Chichí! ¡Se me quedó la cédula! ¡Déjame aquí!
Chichí, que conocía bien los caminos y las penurias
del transporte, le lanzó una mirada entre seria y socarrona:
-¿Y en qué se va usted a devoivei, compai?
El hombre, con la naturalidad de quien confunde lo
imposible con lo cotidiano, le respondió, muy serio y convencido de lo que decía:
-En uno de eso’ pote de luce’ que van pa’ allá.
A Chichí le dio un ataque de risa tan fuerte que el carro perdió el equilibrio y casi se le fue al zanjón. Desde entonces, aquella anécdota rodó por los colmados y las esquinas de Tamboril como una joya del ingenio campesino.
Porque en aquellos años, el transporte dominicano era un mundo de improvisación y valentía: carros maltrechos, autobuses repletos hasta el techo, y jeeps que trepaban por caminos imposibles para llevar gente, gallinas, sacos de plátanos y hasta ilusiones a los pueblos apartados.
Era el tiempo en que el país se movía al ritmo de la bocina y del humo azul del escape de los motores. El tiempo en que los choferes, más que conductores, eran confidentes, mensajeros, narradores de la vida, amigos y hasta auxiliares médicos cuando alguien se les mareaba o una mujer se le paria en el camino. Entre los pocos choferes del concho estaba Chichí Espinal, quien fue uno de esos héroes anónimos que, sin saberlo, transportaron no solo pasajeros, sino también la vida y el alma de los tamborileños.
CARRO DE CONCHO: En República Dominicana, a los carros públicos compartidos se les llama "conchos" por una estrategia de marketing en 1928, cuando el empresario Amadeo Barletta trajo los primeros vehículos Chevrolet para transporte público. Bienvenido Gimbernard sugirió llamarles "Carro de Concho Primo" por la popularidad de una caricatura del mismo nombre, y el pueblo simplificó el nombre a "Carro de Concho".

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