Johan Rosario describe la “Despedida furtiva ante sorpresa de la muerte “
CODIGO32-SIPRED
Por Johan Rosario:
CEO Salud Dominicana
Vámonos juntos, hermano —me dijo Tony Domínguez, con esa mezcla de urgencia y ternura que sólo brota cuando el alma presiente que el tiempo ya no se mide con relojes, sino con suspiros.
"Iré a llevar a papá a Haina, mañana martes", me confió, con la voz templada por el afecto, pero ya herida por la premonición del inminente final.
Su padre, Juan Tobías Domínguez —ese hombre entrañable, de corazón amplio y humor noble— quería volver a su hogar, no por nostalgia, sino por una necesidad vital: la de morir en su tierra.
Una enfermedad injusta le roía los adentros con silenciosa violencia. Pero aún le quedaba la lucidez del alma para desear un último gesto de libertad: respirar el aire limpio de la cordillera septentrional, sentarse frente a su portal, oír los gallos de madrugada y volver a ser parte del paisaje que lo forjó, fundirse nuevamente con sus raíces.
Quería pasar los últimos días en su hogar de siempre, donde cada brisa traía nombres, donde cada sombra era recuerdo.
Era un hombre que olía a Tamboril, pero cuya estampa era de Haina: noble, risueño, de esos que te abrazan sin tocarte, que dejan herencia sin hablar de dinero, que enseñan con silencios lo que otros no logran con discursos.
El vértigo de la enfermedad le taladraba el cuerpo y la conciencia, pero no su voluntad. Todavía soñaba con volver a ver las lomas que lo vieron crecer, tocar la madera vieja del zaguán, oír el canto del río que lo acompañó en su juventud. Quería que la vida se le escapara allí, donde la había vivido toda.
Le expliqué a Tony que compromisos ineludibles me impedían viajar con ellos a las once de la noche y que lo haría más temprano. Lo lamenté profundamente, pues a su familia la quiero de corazón. A él, a su padre —siempre afable y tan lleno de luz como su madre, Doña Yolanda—, a Johanny, y a todos los suyos.
Aun así, salí de Haverstraw con cierta serenidad, casi con gozo íntimo, convencido de que ese viaje de retorno a La Pajiza sería un bálsamo para don Tobías, un regreso a su raíz, un reencuentro con la dignidad de morir en la patria del alma.
Pero la vida tiene sus propias rutas, y rara vez avisa.
Apenas aterrizaba en Santiago cuando me alcanzó la noticia como un rayo seco y fulminante:
-Don Tobías ha muerto -me dispararon al teléfono. Sentí que mi propia existencia también se suspendía con la devastadora noticia.
Mientras se disponía a abordar el vehículo que lo llevaría al aeropuerto JFK, la vida se le apagó a nuestro querido amigo.
Así, sin ruido, sin tiempo para un último suspiro ni un adiós con la mirada.
Se cerró la puerta de su sueño final. Quedó trunco ese anhelo de morir entre los suyos, bajo el cielo que lo vio nacer.
Y nosotros, los que lo quisimos, los que lo admiramos, quedamos enlutados por su partida súbita.
Hoy llueve por dentro.
Llueve en los ojos de Tony, en el pecho de sus hijos, en la tierra misma que ya no podrá abrazarlo con ramas de ceibas ni con su olor a monte mojado.
Pero también brilla algo: su memoria, su estampa viva, su voz de cuentos y consejos, que no se apaga con la muerte, porque pertenece ya al linaje de los hombres buenos.
De esos que no mueren.
De esos que regresan con cada brisa.
Y aún me resuenan, como un eco suave y sagrado, sus últimas palabras.
En mi más reciente viaje, fui a verlo al hospital de Westchester.
Estaba despierto, lúcido, conversador. Me recibió con esa calidez suya que nunca se rendía al dolor.
Y al despedirme, me miró fijo, con una seriedad que me atravesó el pecho.
“Cuídate mucho, Johan”, me dijo, como quien dicta un testamento verbal. “El mundo está lleno de maldad, y tú eres bueno. Prométeme eso”.
Parecía no querer que saliera de aquella habitación sin grabar en mi alma la urgencia de ese consejo.
“Cuídate, mi hijo. No todo el mundo es como tú”.
Me abrazó con los ojos.
Y aunque sonreía, había en su rostro una claridad que sólo tienen los que saben que están entregando su última enseñanza.
Esa fue su despedida. Y también su bendición.
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