Sexo infantil con la maestra enterró mi inocencia
-RELATO-
Por Rey Arturo Taveras
Nunca olvidaré la primera vez que sentí que el tiempo se partía en dos, como un espejo roto que ya no refleja imagen, sino que hiere, pero que causa deseos de seguir viviendo, aunque te llenes de vergüenza y pena.
Antes de conocerla, yo era solo un muchacho casto, con las manos manchadas de tiza y sueños de verano, después, me convertí en sombra, en silencio, en grieta de sus placeres.
La maestra, además de educadora, era un volcán orgásmico en erupción continua, un huracán sexual disfrazado de sonrisa, una voz dulce que envolvía en sus vientos fogosos y llenaba a sus víctimas, adolescentes todos, del enveneno de su pasión prohibida, sin que uno lo notara. Ella tenía 28 años y nuestra edad oscilaba entre 13 y 16 años.
Al principio, nos trataba como si fuésemos especiales, estrellas fugaces en su cielo gris. Pero pronto comprendí que no buscaba estrellas, sino apagar con nuestras luces el fuego que quemaba por dentro su cuerpo.
Nos llevaba a su casa, un lugar que parecía una madriguera escondida, lejos de las miradas del mundo. Nos pedía que nos pusiéramos aquellas máscaras horribles, las mismas de una película que siempre nos dio risa. Pero allí, bajo su techo, las risas se congelaban en sus deseos carnales. Nos transformaba en monstruos viriles, sin experencias y sin rostro, marionetas de su propio teatro sexual macabro, en el que se divertía como una reina en un circo romano.
Recuerdo el sabor amargo de las pastillas que ponía en las bebidas para convertir al grupo de muchachos en bestias sedientas de sexo. Nos decía que era para que nos relajáramos, que todo era un juego y que lo disfrutaríamos. Pero yo no jugaba, nadie jugaba. Nos robaba las fuerzas y, cuando caíamos rendidos, nos hundía en su pantano de miel amarga, la que nos infundía pavor por ser niños que desconocíamos el placer que disfrutan los adultos cuando se aparean. Era un acto inconsciente, obligado, no deseado. Después, como si no bastara ahogarnos en su cráter de fuego, nos mostraba fajos de billetes, comprando con dinero verdes lo que ya nos había arrancado.
Éramos adolescentes sosteniendo una bomba en las manos, sin saber qué hacer, temiendo que cualquier palabra encendiera la mecha de la ira de la maestra. Algunos aceptaron el dinero como si fueran migajas de dignidad. Otros callamos, con el alma colgada de un hilo, mientras las máscaras seguían persiguiéndonos, incluso en sueños, porque su fuego seguía encendido y nuestros cuerpos tiernos era el combustible que le daba vida.
No sé en qué momento dejé de ser yo. Me miraba al espejo y en mi imagen veía a un extraño al que no reconocía. Me sentía atrapado en el ardor de su cuerpo y las alucinaciones de la sustancia que colocaba en la bebida que nos daba. Ella nos había robado el cuerpo, el tiempo, la voz, la infancia y nos convirtió en adultos. Eramos piezas de un juego sucio que la satisfacía y la hacía feliz. Nos enseñó que el silencio podía ser más pesado que el plomo.
Hoy me atrevo a contar esto, aunque las palabras me corten por dentro, aunque su eco aún me persiga. Porque no quiero que nadie más lleve sobre los hombros esta máscara de fuego sin rostro que nos dejó la maestra y que convirtió en cenizas la ilusión de nuestra inocencia.
Ella cumple condena por depredacion sexual infantil, difusion de pornografia y uso de sustancias alusinogenas prohibidas y sus exalumnos seguimos con el trauma de su fuego carnal que nos quema la piel.
Relato basado en un hecho real ocurrido en Estados Unidos con una maestra y varios de sus alumnos
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