De Tamboril al alma de los Amish: un viaje entre amigos hacia un mundo en descanso
CODIGO32-SIPRED
Por Johan Rosario
NEW YORK, EE. UU.- Bajo un cielo limpio de Pennsylvania, cuatro amigos nos detenemos un instante para sellar con una foto la alegría de estar juntos: Vismark, Daniel, Valucho y un servidor, calabaza en manos, como emblema del otoño, de la cosecha y de ese aire festivo y misterioso que anuncia la cercanía de Halloween.
El estacionamiento y los árboles a nuestro alrededor parecen un escenario casual, pero en realidad somos caminantes en ruta hacia un destino singular: la legendaria comunidad de los Amish. Allá donde la modernidad no penetra, donde los caballos sustituyen los motores y la vida transcurre con una serenidad que al mundo le cuesta recordar.
La imagen encierra, más allá de la anécdota, una metáfora: la calabaza que sostengo es símbolo de lo simple y lo eterno, de la cosecha y del ritual, pero también de la amistad que nos reúne. Y en ese tránsito hacia un lugar detenido en el tiempo, quedamos nosotros mismos detenidos en la fotografía, celebrando lo esencial: la unión, la tradición y el viaje compartido hacia la memoria viva de lo auténtico.
Pero esta parada luminosa es apenas un respiro en el trayecto. El verdadero anfitrión de nuestro viaje de este reencuentro entre buenos amigos es nuestro querido Radhamés Rodríguez, quien nos abrió la puerta —en mi caso por tercera ocasión— a una experiencia singular: la compra e inspección de toneladas de tabaco sembrado en estas tierras pródigas y fértiles, operación que sobrepasa con holgura verde las decenas de millones y que asegura seguir elevando, en espiral hacia el cielo, el humo que tanto deleite y fruición genera en millones de amantes de un buen puro. Porque no hablamos de un tabaco cualquiera, sino del sello inconfundible de El Artista, hoy convertida —para orgullo de Tamboril y de toda la República Dominicana— en la principal fábrica de su ramo en el país.
Y mientras nos dirigimos hacia el mundo de los Amish, la escena adquiere un matiz aún más simbólico. Allí, donde no hay electricidad ni Internet, donde los motores y las carretas de madera recorren con cadencia lenta los caminos, la vida parece transcurrir con la serenidad de un reloj antiguo. En esas calles sin prisa, entre sombreros de ala ancha, huertos y molinos, uno entiende que la grandeza no siempre se mide en modernidad, sino en la fidelidad a lo esencial.
Que este viaje, entre calabazas, amistades y tabaco, sea también un brindis solemne:
por Radhamés, cuyo liderazgo visionario honra nuestras raíces; por El Artista, que ha hecho del humo un arte que trasciende fronteras; y por la amistad, que como un buen puro, se enciende, se saborea y se comparte con respeto y gratitud.

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