La Carretilla de Talúa Hilario

CODIGO-32-SIPRED
Por Rey Arturo Taveras
DATOS: Pedro López 

Tamboril, pueblo alegre y trabajador, vio nacer y crecer a Talúa Hilario, un hombre sencillo como la hierba silvestre y fuerte como un roble centenario. Fue, para quienes lo conocieron, un compañero fiel de la tierra, que compartía su aliento con cada amanecer del campo.

Talúa Hilario vivió como obrero de la construcción, cavando zanjas, pozos sépticos, hoyos de letrina, tumbando palmeras y arrancando raíces profundas para allanar el terreno de futuras edificaciones.
Removía troncos de árboles antiguos con la fuerza de un toro, como si estuviera liberando secretos ancestrales de la montaña.
Decían que la tierra misma lloraba de alivio cuando él terminaba el trabajo, porque era tan respetuoso con el suelo como con su propia sombra, cuando lo perseguía bajo el candente sol.

Cada surco que abría era una caricia al corazón del mundo y cada puñado de tierra levantado, una ofrenda de esfuerzo y esperanza.

La historia más contada en Tamboril, sin embargo, es la de la carretilla nueva que compró. Una mañana luminosa, Talúa llegó a la ferretería Haché , justo donde la calle Duarte se encontraba la parada de autobuses de la ruta “T”, frente a tienda “La Elegancia”, en pleno centro de la ciudad de Santiago. 
Compró, con orgullo, una flamante carretilla de madera y hierro, brillante y lista para la faena. El tendero le recomendó llevarla en una camioneta o en uno de los autobuses del transporte colectivo.

-Venga, suba, que yo le llevo la carretilla en la parrilla de la guagua. Le ofreció un chofer del concho de Tamboril, estacionado frente a la ferretería. Pero Talúa, con una sonrisa pícara, se negó:

-No vale -dijo con voz pausada.- Prefiero caminar, así la desajusto un poco y le quito lo nuevo.

Entonces se la echó al hombro con la práctica de quien sabe que, en los recios caminos del campo, no hay atajos fáciles.

La carretilla, según los chismes que aún corren en el pueblo, protestó levemente con chillidos en cada bache de la carretera, como un animalito chiquito quejándose de la velocidad con que caminaba Talúa, quien avanzó sin soltar la carcajada.
Los vecinos aún cuentan cómo llegó a Guazumal y luego al centro del pueblo, con el metal tibio y las manos rojas del sol, desajustando la carretilla en cada paso, listo para el trabajo verdadero.

Los tamborileños no solo rieron con aquella escena, sino que vieron la picardía de la historia con el corazón detrás del gesto. Conocían la nobleza de aquel hombre de tierra. 

En la humilde casita de paredes de cemento y madera, lo esperaba su esposa ''Placer'' de Hilario, la hija de “Angel El Tuerto” con el almuerzo humeante en el fogón, mientras sus hijos “Chiquito”, Nelson, Ruddy y Yanet corrían entre los campos de cacao  y café.

Al caer la tarde, la casa olía a albahaca y a cuentos compartidos. Talúa se sentaba en la paja del patio a escuchar los cuentecitos de Radio Tamboril, silbando algún merengue viejo o inventando rimas con los niños del barrio.

En las fiestas patronales de San Rafael Arcángel, cuando sonaban las tamboras, trompetas y saxofones de la banda de música, en el parque Trina de Moya, bailaba con una sonrisa tímida, girando a su amada “Placer” con mano suave bajo las estrellas. Pero danzaba con euforia cuando Fei Tolargo Reinoso hacía sonar sus palos y atabales.

Talúa era humilde hasta el tuétano. Nunca alzó la voz más de lo necesario, ni pidió más pago del que alcanzaba para unos cuantos centavos de comida. Trabajó toda la vida sirviendo a su comunidad, y lo hizo sin quejarse, sin lujos, con una alegría digna de cuento.

Al recibir su jornal lo hacía con las manos sucias, pero con la mirada limpia y agradecida. Cada centavo que ganaba lo contaba con la misma devoción con que un abuelo cuida las luciérnagas con que juegan sus nietos en la noche.

Fue un héroe del trabajo modesto, cuya grandeza se medía en actos, no en monedas y  por eso sirvió a todos por centavos.

El tiempo pasó sobre Tamboril como la luna sobre el río: sereno pero implacable. Talúa envejeció, la espalda doblándose un poco, pero jamás dejó de sonreír ni de trabajar. Siempre estaba ahí, con el pantalón manchado de tierra y barro, arrastrando raíces y compartiendo el pan.

Si algún niño perdía un zapato en el lodo, o alguien necesitaba destapar un desagüe, él aparecía sin falta, como un viejo amigo que nunca olvida.

Ahora, cuando algún anciano relata sus hazañas al caer la tarde, lo hace con voz temblorosa y ojos brillantes, mezclando el aroma de la yuca asada con cuentos de viejas leyendas.

Aunque el tiempo casi ha borrado su figura de las calles cotidianas del Tamboril moderno, él vive en cada historia que cuenta el pueblo.
Vive en la risa suave de ''Placer'' cuando recuerda su silbido al atardecer; en los ojos soñadores de Chiquito, su hijo, que lleva en la sangre la semilla del padre honrado y trabajador.

Talúa Hilario no ha muerto del todo: vive en las memorias de Tamboril, humilde como la siembra y eterno como el tamarindo que da sombra al caminante.

Comentarios

  1. Excelente relato.
    No conocí a Talúa y lo aprecio. Eso es escribir de modo magistral.

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