La Carretilla de Talúa Hilario
Tamboril, pueblo alegre y trabajador, vio nacer y crecer a Talúa Hilario, un hombre sencillo como la hierba silvestre y fuerte como un roble centenario. Fue, para quienes lo conocieron, un compañero fiel de la tierra, que compartía su aliento con cada amanecer del campo.
Cada surco que abría era una caricia al corazón del mundo y cada puñado de tierra levantado, una ofrenda de esfuerzo y esperanza.
-Venga, suba, que yo le llevo la carretilla en la parrilla de la guagua. Le ofreció un chofer del concho de Tamboril, estacionado frente a la ferretería. Pero Talúa, con una sonrisa pícara, se negó:
-No vale -dijo con voz pausada.- Prefiero caminar, así la desajusto un poco y le quito lo nuevo.
Entonces se la echó al hombro con la práctica de quien sabe que, en los recios caminos del campo, no hay atajos fáciles.
Los tamborileños no solo rieron con aquella escena, sino que vieron la picardía de la historia con el corazón detrás del gesto. Conocían la nobleza de aquel hombre de tierra.
En la humilde casita de paredes de cemento y madera, lo esperaba su esposa ''Placer'' de Hilario, la hija de “Angel El Tuerto” con el almuerzo humeante en el fogón, mientras sus hijos “Chiquito”, Nelson, Ruddy y Yanet corrían entre los campos de cacao y café.
Al caer la tarde, la casa olía a albahaca y a cuentos compartidos. Talúa se sentaba en la paja del patio a escuchar los cuentecitos de Radio Tamboril, silbando algún merengue viejo o inventando rimas con los niños del barrio.
En las fiestas patronales de San Rafael Arcángel, cuando sonaban las tamboras, trompetas y saxofones de la banda de música, en el parque Trina de Moya, bailaba con una sonrisa tímida, girando a su amada “Placer” con mano suave bajo las estrellas. Pero danzaba con euforia cuando Fei Tolargo Reinoso hacía sonar sus palos y atabales.
Talúa era humilde hasta el tuétano. Nunca alzó la voz más de lo necesario, ni pidió más pago del que alcanzaba para unos cuantos centavos de comida. Trabajó toda la vida sirviendo a su comunidad, y lo hizo sin quejarse, sin lujos, con una alegría digna de cuento.
Al recibir su jornal lo hacía con las manos sucias, pero con la mirada limpia y agradecida. Cada centavo que ganaba lo contaba con la misma devoción con que un abuelo cuida las luciérnagas con que juegan sus nietos en la noche.
Fue un héroe del trabajo modesto, cuya grandeza se medía en actos, no en monedas y por eso sirvió a todos por centavos.
El tiempo pasó sobre Tamboril como la luna sobre el río: sereno pero implacable. Talúa envejeció, la espalda doblándose un poco, pero jamás dejó de sonreír ni de trabajar. Siempre estaba ahí, con el pantalón manchado de tierra y barro, arrastrando raíces y compartiendo el pan.
Si algún niño perdía un zapato en el lodo, o alguien necesitaba destapar un desagüe, él aparecía sin falta, como un viejo amigo que nunca olvida.
Ahora, cuando algún anciano relata sus hazañas al caer la tarde, lo hace con voz temblorosa y ojos brillantes, mezclando el aroma de la yuca asada con cuentos de viejas leyendas.
Talúa Hilario no ha muerto del todo: vive en las memorias de Tamboril, humilde como la siembra y eterno como el tamarindo que da sombra al caminante.
Muy buen relato!
ResponderEliminarExcelente relato.
ResponderEliminarNo conocí a Talúa y lo aprecio. Eso es escribir de modo magistral.