Víctor Hernández: la enciclopedia viviente de Tamboril
Por Rey Arturo Taveras
En Tamboril, el aire respira historia y canta progreso, un murmullo que entrelaza el bullicio del obrero , el mecánico, confitero y motoconchistas, entrelazado con el eco inmortal de las voces que tejen su identidad.
Este pueblo vibrante, donde las montañas parecen custodiar los sueños de sus habitantes y donde los vientos alisios mueven hazañas de héroes, vio nacer entre sus calles a un hombre que era como una enciclopedia viviente: Don Víctor Hernández. Era farmacéutico de oficio, intelectual por pasión, orador infalible, regidor del ayuntamiento y una fuente inagotable de consulta para los más renombrados periódicos del país. También era amante de los deportes y poeta.
La historia verbal cuenta que Víctor y su hermano Minón, herederos del linaje de su padre Virgilio, regenteaban la mística Farmacia “La Fe”, un lugar que se convirtió en refugio para enfermos que buscaban la cura de sus dolencias y en un santuario de ideas que enriquecían y curaban el alma.
Allí, entre el tintineo de frascos de cristal con olor a medicina y el perfume a fórmulas magistrales, Víctor y Minón eran alquimistas del saber, transformando cada conversación en un destello de conocimiento, cada consejo de salud y de temas sociales era una joya cultural.
Se dice que, además de expertos en medicina, eran guardianes del idioma español, inquisidores joviales de la palabra. Cada cliente que cruzaba el umbral de la farmacia podía salir con un remedio para su dolencia o con una lección gramatical envuelta en humor.
Una anécdota, que corre en voz populi, narra que una tarde un hombre llegó a la farmacia y pidió un “lápiz de eja”, y, como si de un espectáculo ensayado se tratara, ambos hermanos lo corrigieron con unísono ingenio, explicándole que “eja” pertenecía a un ámbito anatómico que difícilmente requeriría un lápiz y que solo se usaba para “las cejas” que era el manto de bellos que estaba al bordes de los ojos. El episodio, convertido en leyenda, rebotó por las esquinas del pueblo como un eco interminable de risas.
Era un reto y una plegaria, un llamado a la permanencia, a la construcción, al amor por la tierra que los había forjado. Para él, el alma de Tamboril era una raíz inquebrantable que no debía ser arrancada por las tentaciones de la distancia. Siempre decía que “quien llegaba a Tamboril no se iba.”
Los que lo conocieron lo describían como un hombre atrapado en un tiempo que no podía contenerlo, un espíritu demasiado vasto para las fronteras de su época. Algunos, como el abogado Isaac Germosén, decían que Víctor Hernández era un gigante para la época y para Tamboril, porque era una figura monumental que trascendía las montañas que lo rodeaban.
Otros personajes, como el revolucionario Anastasio Jiménez, contaban que, en la Revolución de 1965, Víctor asistió a la zona en guerra, pero no con fusil en mano, sino con la mirada del pensador que analiza antes de actuar, como si buscara descifrar los engranajes del destino.
Entre risas y sentencias, entre bromas y verdades, Don Víctor Hernández se erigió como un faro eterno, un hombre cuya presencia era tan sólida como las montañas de la Cordillera Septentrional que abrazan al Tamboril de ámbar y atabales . Su legado sigue vivo, anclado en las memorias y en las historias que, como el aire del pueblo, nunca dejan de fluir.
Datos de Pedro López
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