Rubby Pérez a su esposa:“Inés, nos veremos en la otra vida.”
RELATO
Por Rey Arturo Taveras
La noche caía sobre Santo Domingo con una pesada sombra sobrenatural de telón, como si el cielo, en un acto de compasión anticipada, anunciara el derrumbe de nubes de concreto sobre hombres y mujeres. Una luna pálida, casi misericordiosa, se asomó entre las bóvedas del cosmos para alumbrar el camino de las almas que, en cuestión de horas, ascenderían al reino de Dios.
En el Jet Set, la emblemática discoteca donde generaciones habían dejado huellas de diversión, se producían confusas danzas de pena y alegría, mientras los técnicos calibraban luces, cables y micrófonos para una fiesta que celebraría cumpleaños colectivos.
Los músicos afinaban el sonido de sus instrumentos, sin saber que preparaban un réquiem celestial. Pero nadie ajustaba el destino, ni siquiera se sospechaba que esa velada sería una elegía orquestada por la fatalidad para que los elegidos subieran al cielo.
Rubby Pérez llegó ataviado con una bufanda que contrastaba con su traje negro, como si la muerte ya le hubiera escogido el vestuario. Se notaba ausente, introspectivo y solo su sonrisa, esa media luna nostálgica, formada por sus labios, daba testimonio de un pasado que aún ardía entre sus pensamientos: el de los aplausos, el del bullicio, el de Inés… su amada eterna… su esposa adorada.
Inés Lizardo… su nombre le retumbaba en el pecho como un dulce canto de amor que entraba en contradicción con los tambores desafinados que solían sonar tras él, en contratiempo y sin poder callarlos. Pero su voz y su imagen armonizaban aquellos sonidos rotos. Inés era paz, abrigo en medio de la tormenta, armonía, pasión, ternura… era su propia vida. Rubby la presentía cercana, como si los muros invisibles entre la vida y la muerte ya comenzaran a agrietarse para que sus almas las atravesaran y fundirse en una sola.
Desde entonces, vivía con una lágrima colgando del alma y una promesa susurrada al viento: “Espérame en la otra vida”.
Aquella noche del 7 de abril, Rubby no debía estar en el Jet Set. El escenario estaba reservado para otro artista: El Prodigio. Pero algo, como una fuerza telúrica invisible, un llamado que parecía venir del cielo , lo impulsó a cambiar la fecha de la fiesta. No dio explicaciones. Solo pidió el cambio y se lo concedieron.
Después del desastre, una clarividente afirmó que la elección de la fecha no fue azar: fue amor. Fue el alma de Inés quien lo convocó a su cita final.
Comenzado el espectáculo, su hija, que siempre lo acompañaba como cantante, le pidió cambiar de posición en el escenario. Rubby, siempre padre antes que artista y jefe, accedió al cambio, sin dudar. Le entregó el centro, la luz, y sin saberlo, la vida. Aquel gesto, que parecía cotidiano, fue el último acto de amor con su hija: una muerte intercambiada por el porvenir de su sangre y de su alegría en los escenarios.
La fiesta transcurría con euforia y las parejas giraban a ritmo de merengue como si el mundo fuera eterno, el alcohol fluía en las venas como si no existiera mañana, y la música se escurría en la sangre como una anestesia colectiva para calmar el dolor que vendría de golpe a cambiar alegría por tristeza y dolor. El baile sacudía los cuerpos sin saber que estaban disfrutando el último merengue.
Entonces, vinieron los presagios: pequeñas piedras caían del techo como migajas del Apocalipsis. Luego, un crujido seco, como hueso rompiéndose en el silencio y, de repente, se sintió un rugido como si fuera el cielo cayendo como castigo.
El techo se desplomó como por mandato divino para aplastar las almas y llevarlas, juntas, ante Dios, quien esperaría con los ojos cerrado el desenlace del encuentro de Inés y Rubby.
Polvo, gritos, cuerpos y sangre. Así fue un lunes de merengue que se convirtió en un dia de duelo nacional. Entre hierros y concreto, Rubby aún respiraba. Pero sus ojos no miraban la tragedia, miraban a Inés que lo llamaba desde alguna esquina invisible del tiempo.
No gritó ni suplicó, porque quería estar con ella. Cerró los ojos como quien se entrega al sueño más esperado. No murió con miedo, sino con la serenidad del reencuentro. Al fin, la vida le concedía la despedida negada a su esposa.
Su cuerpo quedó atrapado durante horas, mientras afuera el país lloraba con incredulidad. Murieron muchos: funcionarios públicos, peloteros, diseñadores, empresarios, banqueros, periodistas, médicos y otros profesionales, así como ciudadanos de otros países.
Pero fue la muerte de Rubby Pérez la que partió el alma nacional en pedazos . No solo por su voz, sino por lo que representaba: la fe en que el arte puede redimir, en que el amor no muere, solo cambia de forma.
Cuando al fin lo encontraron, su espíritu ya había volado al cielo para cumplir con la promesa que repetía en entrevistas y en soledad: “Inés, nos veremos en la otra vida.”
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