DATOS: Pedro López, ingeniero y empresario
REDACCION: Rey Arturo Taveras
Transcurrían los años sesenta y Tamboril, con su alma de pueblo bullicioso y lengua siempre afilada, comenzó a parir una nueva palabra que se convirtió en el mote mas sonoro en el municipio, el cual se deslizó como cuchillo entre risas: “Cebo.”
No era cualquier mote, era una palabra que tenía el filo invisible de una daga envuelta en algodón de azucar con sabor a sangre en el paladar.
Hasta entonces, la gente se conformaba con otros calificativos: “falda miá,” “falda triste,” “bola de perro.” Pero ninguno tenía la carga psicológica y social del temido “cebo”. Bastaba pronunciarlo para que el aire cambiara de color.
El tamborileño sabía, con precisión quirúrgica, quién era un cebo y quién no.
Cebo era aquel desafinado que no bebía ron en la esquina, que no se enamoraba ni bailaba merengue; aquel que, por no seguir el compás del pueblo, se volvía sospechoso de no tener alma. Siempre había una razón, o excusa, para encasillarlo.
Decía don Víctor Hernández con su voz de patriarca de colmado:
-Nanino sabe criar gallos, cuida el Casino Primavera… pero Nanino, señores, ¡es un cebo!
Así quedó sellado el destino de más de uno.
La palabra se usaba con precisión quirúrgica, como un diagnóstico de carácter. Ser “cebo” era vivir en una especie de limbo social: ni bueno ni malo, pero con un dejo de lástima, de burla, de exclusión: era un ''pendejo'', ''pariguayo'', ''bobo'' o ''ridiculo''.
Pasaron los años y el término tomó cuerpo, historia y veneno. Llegó el momento en que ser “cebo” dolía, porque aunque muchos calificaban para el personaje, nadie quería jugar ese papel. Lo más curioso era que algunos cebos consagrados, queriendo escalar un peldaño en la jerarquía invisible del pueblo, se apresuraban a llamar “cebo” a otros… quizá más pobres, más ingenuos, o simplemente distintos.
Fue entonces cuando Carlos Pérez Hernández y el Principado, dos amigos de lengua suelta y espíritu de comedia, decidieron organizar una lista con los diez cebos más eminentes de Tamboril.
Una comisión popular, sin actas ni secretarios, pero con mucho entusiasmo y más de una botella de ron para lubricar la memoria.
Comenzaron su inventario con rigor casi científico. Uno por uno fueron desfilando los nombres: el del que bailaba como palo seco, el del que enamoraba por carta, el del que dormía con calcetines en pleno julio… Así, entre risas, llegaron al número nueve.
El décimo nombre, sin embargo, se les atragantó en el alma.
Quizás porque uno era más pícaro que el otro, o porque en el fondo sabían que la línea entre el cebo y el no cebo era tan delgada como una cuerda de guitarra vieja.
Decidieron dejar el asunto pendiente para el próximo encuentro.
Se despidieron con palmadas y promesas de seguir la lista más adelante. Uno tomó la calle del medio y el otro, la curva del parque.
Pero apenas habían caminado quince pasos cuando Pérez lo alcanzó, jadeante, con una sonrisa traviesa que era mitad broma y mitad revelación.
-¡Principado! -le gritó. -¡No busque más!
-¿Y por qué? -respondió el otro, confundido.
-Porque el número diez… es usted.
El silencio que siguió fue denso como guarapo.
El Principado lo miró fijo, incrédulo, y entonces ambos estallaron en una carcajada que todavía resuena en alguna esquina de Tamboril.
Así, entre bromas y verdades, quedó escrita la lección que ningún tamborileño ha olvidado: en este pueblo, cualquiera puede ser cebo… y no darse cuenta.
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