En Tamboril suena un grito: ‘‘No dejen que tumben los samanes de Ico’’
Doña Elsa Brito de Domínguez
POR REY ARTURO TAVERAS
Ruge desafiante la cierra y, planos en manos, el depredador moderno hace avanzar la destructora pala mecánica hacia los históricos y poéticos samanes de Ico, en Tamboril, que lucen indefensos, inertes y tristes, porque ha desaparecido el doctor, su esposa y su casa, mientras su entorno es quemado por la furia de la ambición.
Fue derribado uno de los gigantescos árboles, iconos de la historia del pueblo, designado como capital mundial del cigarro , el que la poeta Elsa Brito de Domínguez describe con encanto en su poema “Canto a Tamboril”. Fue cercenado con el supuesto permiso de las autoridades de Medio Ambiente para dar paso a una suntuosa edificación.
Pero los otros samanes siguen ahí, están temblando, se sienten desprotegidos ante el afán desmedido de los que desconocen la historia y los sentimientos de los pueblos, aquellos que son capaces de destruir el medio ambiente y los monumentos naturales para sentir la satisfacción de ver como aumenta el caudal de su patrimonio personal.
Ahí están los samanes de Ico, tristes, temerosos y amenazados por el desarrollo que impulsan con desmanes y ambición los que se confabulan en un egocéntrico mar de ortigas, disfrazadas de rosas, llenas de caprichos y todas sus azucenas para mitigar la sed de poder mercurial y dimensionar en la pobreza de su mundo interior la palabra del capitalismo salvaje ''ganar, ganar, a como de lugar''...
Retumba mas allá de los mares el grito que pide “No dejen que tumben los samanes de Ico”, los cuales han sido para Tamboril un oasis de recuerdos, lleno de encantos del lar donde se ocultan las pasiones y el amor por la naturaleza, al pie de la Cordillera Septentrional, la villa de Los Samanes, Tamboril.
La histórica casa del doctor Ico y parte de la vegetación que la adornaban han caído bajo las pulverizantes manos de la ingeniería y del pensamiento de aquellos que tienen tan poca creatividad que solo saben hacer dinero.
Pero los dos gigantes samanes siguen ahí como monumentos naturales que cobijan la historia y guardan bajo su sombra imborrables y grandes recuerdos de romances y amor que destacan la ternura de la Pajiza aldea de Tomás Hernández Franco y Elsa Brito.
Cuando las moles de hierro que construyen el modernismo se acercaron a sus raíces, destruyéndolo todo a sus paso para suplantarlos por suntuosas edificaciones, las ramas de los samanes se agitaron y un grito se escuchó en todo Tamboril y retumbó más allá de los mares pidiendo a todo pulmón ‘’No dejen que tumben los samanes de Ico”.
LA VILLA DE LOS SAMANES
Tamboril, tierra pródiga de hombres egregios, su historia nos la cuentan árboles centenarios que registran fielmente las huellas del siglo XX, al pie de los cuales se le hará un merecido homenaje a Tomás Hernández Franco y otros hijos ilustres.
Todo árbol es una leyenda viviente, pero existen gigantes verdes que por su forma, su estructura, la edad y la armonía que le imprimen al entorno, se convierten en monumentos naturales, en verdaderas y enigmáticas catedrales de la naturaleza. La figura no se puede recrear verbalmente. Es imposible. Cualquier intento sería en vano a menos que usted penetre bajo su corona y se cobije con el embrujo de su sombra bienhechora, matizada con gotitas de luz que se filtran entre el follaje y las ramas horizontales, inclinadas, sinuosas y verticales que parten de un tronco majestuoso, imponente, que expresa toda la fuerza y el misterio que esconde la madre naturaleza en cada una de sus expresiones.
En Tamboril, como en ninguna otra zona de la región del Cibao, crecen portentosos árboles de samán (Samanea samán), que desarrollan copas redondas extraordinariamente grandes y en forma de sombrilla. Lamentablemente están siendo eliminados para dar paso al desarrollo urbano, a las obras públicas y a las actividades humanas de las más diversas índoles. Una de las motivaciones más grandes del que visita esta tierra, y supongo que debería ser un orgullo para sus moradores, era llegar al centro del pueblo para contemplar estas obras de arte de la naturaleza atrapadas en medio de la trama urbana; sin embargo, casi todos los samanes de las plazas públicas, de los recodos de las calles y los patios de las residencias, ya han desaparecido.
¡Qué lástima que el país no disponga de una ley u ordenanza jurídica que los proteja, como ocurre en otras naciones, ni de una conciencia ciudadana que pueda valorar y salvaguardar estos monumentos naturales, estas catedrales vivientes, cuya longevidad se acerca o rebasa la centuria!, algunos de ellos todavía se encuentran en los portales o los patios de las residencias de familias distinguidas de pueblo-historia, como los Hernández y los Martínez. ¡¿Quién hace justicia por ellos?! Estas festividades de aniversario podrían ser el punto de partida.
Por Eleuterio Martínez
Publicado originalmente en el Listín Diario del 23 de Mayo 2000.
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