El amigo que vencía al sueño: crónica de mi amistad con Ramón Soto
CODIGO32-SIPRED-RELATO
Por Johan Rosario
En 2004 decidí mudarme a Haverstraw. Venía desde el recóndito Plainfield, New Jersey, donde viví casi 5 años siendo un rostro más en las calles. Me reencontré no solo con mis padres, que ya me esperaban con ansias, sino también con una parte de mí que creía dormida. Me enamoré sin remedio de esa pequeña villa enclavada a los pies de una montaña majestuosa e imponente, donde el Hudson parece murmurar confidencias al viento. A medida que iba caminando sus calles —pequeñas, apacibles, pero vibrantes y alegres— sentía que el alma se me encendía con cada sonrisa, con cada saludo espontáneo, con cada acento que me recordaba al tamborileño que llevo dentro.
Me dije entonces: “Esto es una réplica casi perfecta de nuestro amado Tamboril”, ese pueblo tan mío, tan de todos, que se yergue sobre la planicie de la Cordillera Septentrional, respirando el mismo aire de montaña, el mismo temple de su gente y la misma alegría contagiosa de vivir.
Fue en ese entorno donde conocí a muchos nuevos amigos y me reencontré con otros que la distancia había dejado entre paréntesis.
Ya por entonces sabía de la existencia de dos periódicos: El Sol de Nueva York, dirigido por Ramón Soto, y El Clarín, de mi amigo Rafael Espaillat (Fellito). Ramón es un hombre espigado, de manos largas, de voz de trueno y alma noble; Rafael, más pausado y sereno. Ambos medios marchaban a la par, disputándose las calles y los ecos de la diáspora dominicana.
Con el tiempo, y con el empuje característico de mi juventud —y el apoyo del siempre inquieto Félix Díaz, que me impulsó en el tramo inicial— decidí abrirles competencia. Así nació, en 2005, Revista Latina, un medio de circulación triestatal, con sede en Haverstraw, esa comunidad que me recibió como a un hijo y me dio abrigo desde el primer día.
La aparición de un nuevo medio, naturalmente, no fue del agrado de Ramón, quien hasta entonces tenía la supremacía del bloque. Surgió entre nosotros una pequeña guerra de tinta, una danza de “dime y te diré” entre editoriales, titulares y columnas.
Pero aquel fuego duró poco. En una fecha aniversaria de su periódico El Sol, decidí tenderle un ramo de olivo: le dediqué un editorial lleno de reconocimiento, destacando su esfuerzo, su talento y la impronta que su medio había dejado en toda la comunidad. Ramón —que a la sazón era una especie de celebridad periodística, aclamado y temido a la vez por políticos y figuras públicas— leyó aquellas líneas y, lejos de replicar con orgullo y envanecimiento o encontrar un resquicio para esquivar ese gesto y proseguir la polémica, me buscó con humildad.
Nos encontramos en el entonces Met Foodmarket.
—Licenciado —me dijo, con su voz profunda y de órgano—, permítame felicitarlo. No tiene sentido que seamos enemigos.
Aquel instante marcó el inicio de una amistad que el tiempo solo ha sabido templar. Yo tenía apenas veintidós años, y él me dispensó un trato de respeto, de hermano mayor, de amigo sin condiciones.
Desde entonces, nuestras vidas se entrelazaron. Uno no salía sin el otro: recorríamos Nueva York, Yonkers, White Plains o Newburgh, compartiendo tertulias, cafés, sueños y carcajadas. Nuestras familias se acercaron de tal.manera que su casa se volvió la mía, y la mía, la suya.
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Doña Justina: la dulzura detrás del trueno
En medio de esas noches de camaradería, de risas y proyectos, emergió una figura luminosa: doña Justina, su madre. La que hacía los mejores bizcochos de todo Haverstraw. Su casa olía a mantequilla fresca, a vainilla u horno tibio y a hogar verdadero.
Cuando pasaban un par de días sin verme, aquella mujer bonachona, que también me veía como a un hijo, le decía a Ramón:
—¿Y Johan, que hace días no viene? Llámalo y dile que venga a comer bizcocho.
Era imposible resistirse a aquella invitación. Llegar a su casa era entrar en un pequeño santuario de amor y ternura, donde la sonrisa de doña Justina valía más que cualquier discurso. En su mesa comprendí que la amistad se alimenta también de gestos sencillos: un trozo de pastel, una taza de café y un cariño que se entrega sin reservas.
Hoy, a sus noventa años, doña Justina sigue siendo un milagro de vida. Ha atravesado tempestades, y me llena de alegría saberla recuperada de su última prueba. Ella y su hijo son como mi madre y yo: hechos uno para el otro, espejo de amor filial y lealtad a toda prueba.
Jamás se borrarán de mi memoria sus cálidas atenciones, ni el afecto sincero que siempre me ha brindado. Ese cariño es recíproco.
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El amigo que vence al sueño
He querido dejar aquí estas letras por el cariño que siempre me ha prodigado, dentro y fuera de Nueva York; por esas madrugadas en que, aun con el cansancio colgándole de los párpados, se levantaba ante cualquier requerimiento mío —ya fuera para llevarme al aeropuerto o para inmortalizar un instante con su cámara fiel, como quien recoge pedacitos de eternidad. Y eso cobraba doble valor en tiempos en que los celulares apenas integraban unos cuantos píxeles, y las fotos más que para celebrar, parecían tomadas para la plegaria.
Recuerdo, con claridad de amanecer, aquel día en que juré lealtad a mi otra gran patria: los Estados Unidos, país al que tanto agradezco por sus grandes oportunidades. La ceremonia de Ciudadanía estaba pautada para las 7:30 de la mañana, y Ramón, que apenas había dormido, apareció con los ojos vidriosos y la voz aún cargada de la noche anterior.
—Licenciado —me dijo con ese tono entre solemne y socarrón—, aunque me acosté a las seis y estoy resacado, ya le di mi palabra de que voy. Así sea arrastrándome, le acompañaré en tan singular momento para usted y sus padres.
Y cumplió.
Allí estuvo, cámara en mano, sonriendo como si el cansancio no existiera, capturando cada gesto, cada emoción, cada lágrima que no se dijo. En sus lentes quedó grabada no solo la imagen del día, sino la esencia de la amistad verdadera: esa que no pregunta, que simplemente está.
Lo mismo hizo en otras ocasiones: en mi boda, en mis cumpleaños, en las celebraciones familiares donde su figura —alta, firme, entrañable— siempre emergía entre los míos.
Cuando intentaba pagarle por sus servicios, él respondía con su frase de siempre:
—Licenciado, no relaje. Usted sabe que somos hermanos. Yo tengo este negocio, sí, pero también es suyo. El servicio va por mí, al cien por ciento.
Así era Ramón: servicial, generoso, sin cálculo alguno. A veces contrataba camarógrafos y equipos de apoyo, pero él mismo también tomaba la cámara sin orgullo ni vanidad, buscaba el ángulo perfecto y, mientras grababa, reía, bailaba, compartía.
No era un trabajo: era un acto de amor.
¿Cómo no agradecer a alguien así?
Desinteresado, noble, siempre dispuesto, amigo de hechos, no de palabras.
Un hombre que vence al sueño por acompañarte, que deja la comodidad por cumplir una promesa, que convierte su oficio en un gesto de fraternidad pura.
Viajes emotivos e inolvidables
Junto a Ramón, viví momentos que hoy parecen pasajes de novela. Recuerdo, como si fuera ayer, aquellos viajes a República Dominicana en compañía del entonces alcalde de Haverstraw, Francis Bud Wassmer. Fueron jornadas épicas, recorridos inmortalizados en nuestras memorias. Nos movimos de Punta Cana a Puerto Plata, de Santiago a La Romana, pasando poe el Palacio Nacional, el de la Policía Nacional, del ejército y otras instituciones.
Fuimos recibidos con honores que aún me estremecen: franqueadores, sirenas, vehículos oficiales, y más de veinte militares y policías velando por nosotros las veinticuatro horas del día.
Nos alojábamos como embajadores de una hermandad sin fronteras, en Camp David, El Gran Almirante, Jaragua, llevando la bandera dominicana y el orgullo de Haverstraw siempre en el pecho.
Aquellos días fueron una celebración de la amistad, la identidad y la fe en lo posible. Ramón, con su carisma natural y su don de gente, era el alma de cada jornada; y yo, testigo agradecido de la grandeza humana que descubría cada vez más en él.
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Después, cuando regresé definitivamente a República Dominicana, la amistad no se interrumpió. Al contrario, se mantuvo viva a través de mis padres.
Según me ha contado mami, Ramón los ayudaba a cruzar la calle a ella y a papi, ya castigado por la inclemencia de un ramillete de condiciones médicas, a cargar las compras o a subirlas hasta el tercer piso del edificio donde vivían. Una vez se dañó la nevera, y allí apareció él, guantes en mano, riendo y reparando el desperfecto mientras la noche caía, entre tragos, cuentos, bohemia y buena música.
Hemos tenido, como es natural, nuestras diferencias —ideológicas o de criterio—, pero siempre por encima de todo ha prevalecido el respeto, la gratitud y la amistad verdadera. Ramón es de los que acuden a la herida apenas ven manar sangre, aun sin ser llamados.
En nuestras salidas, buscaba siempre el equilibrio. Compartía los gastos y, si uno se descuidaba, terminaba pagando él solo la cuenta. Todavía sigue siendo así. Ese gesto, tan simple y tan noble, lo define integralmente.
Por eso hoy, con estas líneas, quiero rendirle el homenaje que merece. Agradecerle su lealtad, su entrega y su humanidad.
En 2019, cuando me eligió como Grand Marshall de la Parada Latina de Haverstraw, volvió a mostrar la talla de su espíritu. Mientras otros habrían sentido celos o asumido actitudes tiranas por mi creciente éxito, él me entregó la banda de honor con una sonrisa limpia y sincera.
Y más recientemente, durante el Festival Latino, me sorprendió al nombrar Madrina de Honor a mi actual compañera, Esteily Rivas, exaltando su valor y, de paso, reafirmando su amistad hacia mí ante más de diez mil personas.
Así son los amigos verdaderos: los que te defienden en público con la misma fuerza con que te abrazan en privado; los que no calculan, no envidian, no cambian con el viento.
Ramón Soto es de esos raros amigos que llegan cuando otros se van. De los que te valoran igual, sin importar los títulos ni los reflectores. De los que rinden pleitesía a la palabra, la lealtad y la vida con hechos.
Por eso hoy y siempre, le reitero mi admiración, cariño y gratitud. Porque la amistad, cuando es genuina, no envejece ni se marchita: se convierte en memoria, raíz y ejemplo.
Salve, Ramón, mi gran amigo de Nueva York… y más allá.




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