El morbo no es inocente: cada click es otra herida
CODIGO32-SIPRED
Por Johan Rosario
Espanto y escalofrío doble se apoderaron del país este fin de semana cuando corrió como pólvora la versión de que la joven salvajemente violada por seis bestias en Villa González fue obligada a ver el video en plena audiencia judicial. Parecía más insólito que el hecho mismo, como una escena arrancada de Macondo.
Sin embargo, la versión fue desmentida con presteza por las autoridades que llevan el caso, lo que trajo alivio a una sociedad que, entre estremecida e indignada por el abominable suceso, ya se preparaba para un nuevo varapalo.
Se supone que existen cámaras Gesell en el sistema de justicia, aunque en Santiago, al menos a nivel del Ministerio Público y lo sé por experiencia propia, solo la unidad de género dispone de una.
Es indispensable multiplicar estos espacios, para resguardar mejor a quienes han sufrido cualquier clase de agresión en medio de la espiral criminal que nos azota.
Así se evita la revictimización, aunque en este caso de la joven sodomizada ya ha sido imposible: individuos tan perversos como los propios agresores se han encargado de masificar, alegre e impunemente, un contenido que sacude y lastima profundamente la sensibilidad de la sociedad decente y buena.
Este es un aspecto igual de inquietante y menos abordado: la monstruosa actitud de quienes, sin pudor ni un ápice de empatía, consumen y reproducen contenidos que agreden no solo a la víctima directa, sino también la sensibilidad colectiva.
Cientos, miles de personas vieron con un simple click el video de la salvajada en guaguas públicas, parques, restaurantes, canchas y avenidas, como si se tratara de una película porno en pleno cine adulto, multiplicando la violencia y convirtiendo a la víctima en objeto de vejación interminable.
No basta con señalar a los agresores materiales; es preciso insistir en la “colaboración” entusiasta y perversa de una parte de la sociedad que viraliza lo atroz.
La vileza no termina en drogar, engañar y violar; se agrava cuando se graba, se comparte y se celebra como un chiste.
Ese mismo patrón se repite en otras escenas: accidentes donde, en lugar de socorrer, los testigos sacan un celular, graban, difunden y hasta roban pertenencias de las víctimas mientras agonizan. Ocurrió en el caso de Jet Set, donde ciudadanos supuestamente solidarios —e incluso agentes policiales—, en lugar de asistir a las víctimas, saqueaban. Hubo un hecho emblemático: un sujeto, feliz por su hazaña, le dijo a un bombero de una gasolinera que la tarjeta que entregaba era de un muerto del Jet Set, y que se diera prisa echándole combustible antes de que la bloquearan. ¿Puede haber mayor maldad e indolencia? Igualmente emblemático resulta, aunque en contexto y circunstancia distinto, lo sucedido en México: una mentira en redes sobre supuestos secuestros de niños derivó en que una multitud linchara a un joven abogado inocente, convertido en antorcha humana por la histeria digital. Todo comenzó como una “verdad” de Facebook, WhatsApp o Instagram, alimentada por la mente macabra de un influencer malo e irresponsable.
Las redes sociales son, a la vez, el mejor y el peor espejo de la sociedad. Y en este capítulo, la canallada lleva la delantera con la nauseabunda ayuda de millones de dedos que reproducen sin pensar. La ley es necesaria, las campañas de educación también. Pero ninguna bastará si, como individuos, seguimos alimentando este monstruo digital con nuestra frivolidad, morbo y silencio cómplice.
Vivimos tiempos estremecedores y escalofriantes: más peligrosas que las propias redes son las personas que, con un comportamiento depravado, indecente y espantosamente inmoral, han olvidado lo esencial: que frente al dolor humano la primera reacción no debería ser grabar, difundir ni linchar, sino auxiliar, acompañar y proteger.
El morbo no es inocente: cada click es otra herida.

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