La historia del cine, en Tamboril, se escribe con emoción

CODIGO32-SIPRED

Datos de Pedro López y Rómulo Abreu (Momo)

Redacción: Rey Arturo Taveras 

En Tamboril, el cine nunca fue un simple negocio: era la gran novedad del pueblo, la fábrica de ilusiones, la iglesia del celuloide. Si  el cura Juan Evangelista Disla rezaba por las almas, Marino Rodriguez (Marinito) era quien rezaba por las butacas del cine vacías para que no quedaran en pena por falta de espectadores. 

Subido en su guagüita anunciadora, con más humo que fuerza, recorría calles y callejones con su voz aguardientosa, anunciando la película de la noche.

Nadie sabía si era pregonero, actor frustrado o embajador de Hollywood, pero sí se sabía que tenía un estribillo fijo, tan fijo como el sol de las doce:

-¡Acción y violencia en esta película!

No importaba si la cinta era de amor puro, de monjitas cantando o de niños perdidos en la selva. Hasta con La Laguna Azul, donde Brooke Shields apenas se bañaba en el mar, Marinito soltó con solemnidad:

-¡Acción y violencia en esta película!

El pueblo, crédulo, se llenaba de esperanzas: “¡Ave María, dicen que hay tiros en esa película!”… y al final solo encontraban besos y romances. Pero nadie se quejaba; a fin de cuentas, Marinito les había regalado un pretexto para soñar.

Eso sí, los martes de pecado estaban censurados. El padre Disla  había pedido a don Luis Santana, dueño del cine, en su tercera etapa histórica, que no anunciaran las películas de “sexo fuerte”, porque los títulos eran puñales contra la decencia. Solo se le escapó una saga: “Las colegialas pecan”. Claro, nadie se perdió ni un capítulo; ¡hasta el monaguillo andaba al día con la trama!

Pero no todo fue Marinito. Hubo otro, más rústico, que salía con un megáfono sin pilas. Su voz, profunda y gutural, parecía retumbar desde el estómago:

 -¡Función, función! Ese era todo el anuncio. Ni cartel, ni artista, ni título. Pero el pueblo, curioso, iba de todos modos al cine. Los ancianos de la actualidad todavía recuerdan haber visto en uno de esos misteriosos estrenos a un actor mexicano llamado El Pichicote, que ya hablaba de los millones de Chanflán.

La historia se volvió leyenda cuando el cine de Julio Ramos o de Carlos Sánchez, que en Tamboril nadie se pone de acuerdo, ardió en llamas. Mientras la gente corría con cubos de agua y rosarios en mano, apareció Francisco, con tijeras escondidas bajo la camisa. 

Todos pensaron que venía a cortar el fuego, pero no: ¡se abalanzó sobre el grueso telón del cine y lo partió en dos! Al día siguiente, su hija Olga desfilaba por la calle con una falda nueva, hecha de tela cinematográfica. 

Hay quien jura que, al caminar, todavía chorreaba humo  como si guardara brasas del incendio en sus costuras.

Claro, ¿quién podía olvidar a Antonio, El Loco? Se paseaba con dos carteles, uno en el pecho y otro en la espalda, voceando como trompeta rota:

-¡La vinculación de hoy, la vinculación de hoy!

Nunca se supo qué era “la vinculación”, pero la gente acudía al cine como hipnotizada. ¡Y siempre había lleno total!

El cine en Tamboril tuvo tres estaciones, como las vidas de un gato: primero donde hoy está la Farmacia Santana; luego en el edificio de la biblioteca municipal; y al final, en un almacén de la calle Real, frente a la plaza, donde hoy venden licuadoras y televisores.

Tres vidas, tres mudanzas, tres nostalgias.

Y en todas, retumba todavía la frase inmortal de Marinito, que el viento guarda como eco de pueblo:

-¡Acción y violencia en esta película!

Aunque lo único que hubiera en pantalla fueran besos, pecados leves y, de vez en cuando, un Pichicote contando millones.


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